Otra vez los ruidos. Como cada noche durante la última
semana. Los ruidos nocturnos no son algo que pueda estudiarse cuando uno visita
un piso. No existe la posibilidad de pedirle al casero, o a la inmobiliaria, poder
pasar una noche en la casa para ver qué sonidos hay por las noches en su
interior. Y entras, claro que entras. Porque te has enamorado de ese pasillo, o
ese salón, porque es lo que en tu imaginación aparecía como el piso ideal para
pasar una temporada. Y entras. Y a las dos noches, los ruidos.
Aquella noche los ruidos fueron distintos. Más reales, digamos.
Sentía claramente como si alguien estuviese paseando por su casa con toda la
tranquilidad del mundo. No eran crujidos de paredes, ni de muebles. Ahí había
una persona. O algo. No sabía qué le daba más miedo, que hubiese alguien o que
hubiese algo. De las dos posibilidades extraía conclusiones terroríficas.
Tocaron a la puerta. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Claudio
se tapó con todo lo que tenía a su alcance, sábana, manta y colcha, la reacción
lógica y tan irracional de tantas personas en los momentos de susto por la
noche. Se le aceleró el corazón de una manera que le asustó. Se dio cuenta de
que intentaba moverse pero no podía. Una parálisis absoluta se había adueñado
de su cuerpo. Toc, toc. Volvían a llamar a la puerta. Tenía el móvil debajo de
la almohada. Quizá podía intentar llamar a la Policía o al 112.
TOC, TOC. Esta vez no tocaron la puerta, la aporrearon. Estaba muerto de miedo. Aguantar
así era imposible. Se le iba a salir el corazón pero tenía que hacer algo. Decidió
reunir todo el coraje y se levantó de la cama. Dio
dos pasos hacia la puerta. Se paró. No sabía lo que se iba a
encontrar. Estaba muy asustado. Otros dos pasos. Le temblaba todo. Dudó si no
era mejor quedarse al otro lado de la puerta. No saber es siempre más cómodo que saber.
Puso su mano sobre el picaporte. Aguantó la respiración. Cerró
los ojos. Se armó de valor. Tenía que abrir la puerta de golpe, no valía de
nada abrirla lentamente. Miraba hacia el suelo, en busca de alguna marca que le hiciese intuir lo que podía encontrarse al otro
lado. Levantó la mirada y se quedó sin respiración durante unos segundos. Todo
se paralizó. No podía moverse, no era capaz de articular palabra. Se quedó
mirando fijamente a la chica ensangrentada que le miraba.
Tuvieron que pasar minutos enteros hasta que pudo normalizar,
si es que se podía normalizar algo así, la situación. Ella no hacía más que
observarle. No le había atacado y podía haberlo hecho en su momento de pánico. Eso
le tranquilizó en cierta manera. Se fijó en ella. Tenía manchas de sangre por
toda la ropa. El cuello estaba morado. Sus ojos eran tristes, pensó. Estaba muy
asustado, pero la intriga empezaba a poderle al miedo. Y se lanzó a intentar
sacar algo de información.
Le preguntó quién era. Ella se movió y se sentó en el sofá. No
le respondió. Pensó que igual debía acercarse. Así lo hizo. Volvió a
preguntarle. Nada. Pero esta vez, ella desplazó su mano hacia el cubilete en el
que tenía los bolis. Al intentar coger uno, vio como su mano traspasaba el
objeto. Se le pusieron los pelos de punta al verlo. Se levantó rápidamente y se
alejó de ella. Empezó a gritar, a pedirle que se fuese de allí, que él no le
había hecho nada, que por favor dejase de atormentarle, que no se conocían de
nada. Lo hizo desesperadamente, con la voz quebrada.
El fantasma empezó a llorar. Esto pilló desprevenido a
Claudio, que se sintió mal por haberle gritado de aquella manera. Pero es que
no entendía nada, y tenía muchísimo miedo. Se acercó lentamente a ella. Le
preguntó qué podía hacer él por ella, que se lo contase, que intentaría hacerlo
si estaba en sus manos, pero que si no le decía nada, él no iba a poder hacer
nada tampoco. Se lo suplicó.
De repente, ella se levantó, movimiento que asustó a Claudio,
que se echó hacia atrás tropezándose con la mesa. Ella entró en la habitación. Se
fue directa a la mesilla del otro lado de la cama. Él intentaba no perderse
detalle de sus movimientos, por si podía sacar alguna información valiosa que
le ayudase a entender todo lo que le estaba ocurriendo aquella noche. Vio como
se agachaba y abría uno de los cajones. Se acercó donde ella estaba para ver
exactamente qué hacía, qué buscaba, qué intentaba decirle.
De repente, cayó en la cuenta de que el cajón tenía doble
fondo. Era extraño, porque parecía como si ella lo supiese. Después de
implorarle, ella había ido directamente allí. No había dudado en ningún momento.
Estaba convencida de que tenía que ir a ese mueble, a ese cajón. ¿Cómo podía
saberlo? Las preguntas empezaban a amontonarse en su cabeza pero las respuestas
no llegaban.
Miró al suelo y vio que estaba mojado. Se acercó más y pudo
ver como de la cara de la fantasma caían lágrimas. No era un gran llanto. Eran
las lágrimas de nostalgia, de recordar algo que ya no estaba, casi peores que
los llantos. Sintió pena y prefirió alejarse un poco detrás de ella. Veía que
rebuscaba. Se giró súbitamente hacia él, pegándole un buen susto. Señalaba
hacia el interior del cajón. Le dio miedo lo que tuviese que enseñarle. Pero no
tenía más remedio que agacharse junto a ella y conocer lo que le estaba señalando.
Su dedo señalaba una fotografía que había en el cajón. La
cogió, la vio y se le heló el corazón. En ella aparecía una pareja joven, en
sus veintipocos, con una cerveza en la mano cada uno, cogidos de la cintura y
haciendo el tonto, demostrando la felicidad de unos más que probables inicios
de relación. Era ella, pero los ojos de ahora no tenían nada que ver con los de
la foto. Qué distintos los ojos de las personas en cada época de la vida, pensó.
Después se fijó en él. Un chico moreno, alto, de complexión
fuerte. Sus ojos hablaban de alguien que tenía
ilusiones, quería contarle a todo el mundo lo feliz que era en ese momento
junto a esa chica. Nada que ver con los ojos que tenía hace dos semanas, cuando
le citó para visitar el piso. Esos ojos no querían contarle nada a nadie. Más
bien, querían esconderlo todo. Para siempre.