martes, 12 de junio de 2018

Los crímenes del padre


Un relato sobre un hijo que recuerda a su padre


Su padre estaba en el hospital, para morir seguramente. Tenía que ir a verle lo antes posible. Si se retrasaba, al llegar estaría ya todo lleno de infames periodistas buscando carroña sin respetar un momento tan íntimo. Había recibido la noticia hace pocos minutos. No había sentido nada. Sabía que tenía que ocurrir. Demasiado había durado, pensó. Una vida intensa la de su padre, llena de subidas al cielo y descensos al peor de los infiernos. Nunca en el gris, siempre en el blanco o en el negro. No supo quedarse callado en ningún momento. Quizá fuera ese uno de los peores pecados que pudo cometer.

Amado por tantos, odiado por tantos. Lo primero se trataba de algo escandalosamente lógico. Regaló alegría, hizo felices a muchos, a todo un pueblo y a millones de personas de otros pueblos. Por contra, muchos no le perdonaron el delito de ser el mejor. Ser el mejor nunca sale gratis y con él no sería una excepción. Son los que se alegraron cuando le partieron la pierna y cayó lesionado durante tanto tiempo. A todo eso había que añadirle el crimen antes mencionado de no callarse jamás. De denunciar las injusticias y cantarle las cuarenta a los que mandan.

Por todo eso, sabía que en el momento en el que se conociese la noticia de su fallecimiento tenía que estar preparado para que mucha gente lo sintiese como el día más triste de su vida, pero también, y sobre todo, para comprobar que sus enemigos serían capaces de alegrarse por su muerte. Nunca resultó fácil ser hijo de Diego Armando Maradona.

miércoles, 6 de junio de 2018

Los ruidos de la nueva casa


Relato breve sobre una chica fantasma y unos ruidos nocturnos


Otra vez los ruidos. Como cada noche durante la última semana. Los ruidos nocturnos no son algo que pueda estudiarse cuando uno visita un piso. No existe la posibilidad de pedirle al casero, o a la inmobiliaria, poder pasar una noche en la casa para ver qué sonidos hay por las noches en su interior. Y entras, claro que entras. Porque te has enamorado de ese pasillo, o ese salón, porque es lo que en tu imaginación aparecía como el piso ideal para pasar una temporada. Y entras. Y a las dos noches, los ruidos.

Aquella noche los ruidos fueron distintos. Más reales, digamos. Sentía claramente como si alguien estuviese paseando por su casa con toda la tranquilidad del mundo. No eran crujidos de paredes, ni de muebles. Ahí había una persona. O algo. No sabía qué le daba más miedo, que hubiese alguien o que hubiese algo. De las dos posibilidades extraía conclusiones terroríficas.

Tocaron a la puerta. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Claudio se tapó con todo lo que tenía a su alcance, sábana, manta y colcha, la reacción lógica y tan irracional de tantas personas en los momentos de susto por la noche. Se le aceleró el corazón de una manera que le asustó. Se dio cuenta de que intentaba moverse pero no podía. Una parálisis absoluta se había adueñado de su cuerpo. Toc, toc. Volvían a llamar a la puerta. Tenía el móvil debajo de la almohada. Quizá podía intentar llamar a la Policía o al 112.

TOC, TOC. Esta vez no tocaron la puerta, la aporrearon. Estaba muerto de miedo. Aguantar así era imposible. Se le iba a salir el corazón pero tenía que hacer algo. Decidió reunir todo el coraje y se levantó de la cama. Dio dos pasos hacia la puerta. Se paró. No sabía lo que se iba a encontrar. Estaba muy asustado. Otros dos pasos. Le temblaba todo. Dudó si no era mejor quedarse al otro lado de la puerta. No saber es siempre más cómodo que saber.

Puso su mano sobre el picaporte. Aguantó la respiración. Cerró los ojos. Se armó de valor. Tenía que abrir la puerta de golpe, no valía de nada abrirla lentamente. Miraba hacia el suelo, en busca de alguna marca que le hiciese intuir lo que podía encontrarse al otro lado. Levantó la mirada y se quedó sin respiración durante unos segundos. Todo se paralizó. No podía moverse, no era capaz de articular palabra. Se quedó mirando fijamente a la chica ensangrentada que le miraba.

Tuvieron que pasar minutos enteros hasta que pudo normalizar, si es que se podía normalizar algo así, la situación. Ella no hacía más que observarle. No le había atacado y podía haberlo hecho en su momento de pánico. Eso le tranquilizó en cierta manera. Se fijó en ella. Tenía manchas de sangre por toda la ropa. El cuello estaba morado. Sus ojos eran tristes, pensó. Estaba muy asustado, pero la intriga empezaba a poderle al miedo. Y se lanzó a intentar sacar algo de información.

Le preguntó quién era. Ella se movió y se sentó en el sofá. No le respondió. Pensó que igual debía acercarse. Así lo hizo. Volvió a preguntarle. Nada. Pero esta vez, ella desplazó su mano hacia el cubilete en el que tenía los bolis. Al intentar coger uno, vio como su mano traspasaba el objeto. Se le pusieron los pelos de punta al verlo. Se levantó rápidamente y se alejó de ella. Empezó a gritar, a pedirle que se fuese de allí, que él no le había hecho nada, que por favor dejase de atormentarle, que no se conocían de nada. Lo hizo desesperadamente, con la voz quebrada.

El fantasma empezó a llorar. Esto pilló desprevenido a Claudio, que se sintió mal por haberle gritado de aquella manera. Pero es que no entendía nada, y tenía muchísimo miedo. Se acercó lentamente a ella. Le preguntó qué podía hacer él por ella, que se lo contase, que intentaría hacerlo si estaba en sus manos, pero que si no le decía nada, él no iba a poder hacer nada tampoco. Se lo suplicó.

De repente, ella se levantó, movimiento que asustó a Claudio, que se echó hacia atrás tropezándose con la mesa. Ella entró en la habitación. Se fue directa a la mesilla del otro lado de la cama. Él intentaba no perderse detalle de sus movimientos, por si podía sacar alguna información valiosa que le ayudase a entender todo lo que le estaba ocurriendo aquella noche. Vio como se agachaba y abría uno de los cajones. Se acercó donde ella estaba para ver exactamente qué hacía, qué buscaba, qué intentaba decirle.

De repente, cayó en la cuenta de que el cajón tenía doble fondo. Era extraño, porque parecía como si ella lo supiese. Después de implorarle, ella había ido directamente allí. No había dudado en ningún momento. Estaba convencida de que tenía que ir a ese mueble, a ese cajón. ¿Cómo podía saberlo? Las preguntas empezaban a amontonarse en su cabeza pero las respuestas no llegaban.

Miró al suelo y vio que estaba mojado. Se acercó más y pudo ver como de la cara de la fantasma caían lágrimas. No era un gran llanto. Eran las lágrimas de nostalgia, de recordar algo que ya no estaba, casi peores que los llantos. Sintió pena y prefirió alejarse un poco detrás de ella. Veía que rebuscaba. Se giró súbitamente hacia él, pegándole un buen susto. Señalaba hacia el interior del cajón. Le dio miedo lo que tuviese que enseñarle. Pero no tenía más remedio que agacharse junto a ella y conocer lo que le estaba señalando.

Su dedo señalaba una fotografía que había en el cajón. La cogió, la vio y se le heló el corazón. En ella aparecía una pareja joven, en sus veintipocos, con una cerveza en la mano cada uno, cogidos de la cintura y haciendo el tonto, demostrando la felicidad de unos más que probables inicios de relación. Era ella, pero los ojos de ahora no tenían nada que ver con los de la foto. Qué distintos los ojos de las personas en cada época de la vida, pensó.

Después se fijó en él. Un chico moreno, alto, de complexión fuerte. Sus ojos hablaban de alguien que tenía ilusiones, quería contarle a todo el mundo lo feliz que era en ese momento junto a esa chica. Nada que ver con los ojos que tenía hace dos semanas, cuando le citó para visitar el piso. Esos ojos no querían contarle nada a nadie. Más bien, querían esconderlo todo. Para siempre.