domingo, 23 de abril de 2017

Mi mejor amigo Holden

El libro El guardián entre el centeno es un clásico de la literatura


Holden Caulfield me aseguró que todo saldría bien. Y no me quedó más remedio que creerle. Era mi mejor amigo y a los mejores amigos se les cree aunque te cuenten la mayor trola del mundo. Estaba necesitado de confiar en alguien, además. Aunque fuese un personaje de ficción. Una cosa de locos. Las cosas no me iban del todo bien en aquella época. No recuerdo la edad exacta, y tampoco creo que a nadie le interese. Sé que atravesaba la adolescencia con mucha más pena que gloria. De suspenso en suspenso en el cole y de rechazo en rechazo con las chicas. Súmenle a eso unos padres desesperados por los sucesivos fracasos de su hijo. Y la gente que me acompañaba en las clases. Ni uno solo había que mereciese la pena, de verdad.

Conocí a Holden gracias al bibliotecario del instituto, el único tipo que se salvaba de aquel lugar. Lo único que me dijo fue que era un clásico de la literatura y que a mí precisamente me gustaría mucho. Y lo dijo muy convencido el tío. Se refería a El guardián entre el centeno, de un tal Salinger. No me habían hablado nunca de él en las clases. Con mi escepticismo por bandera, me lo llevé dando las gracias y demostrando poco entusiasmo.

En mi casa no se leía. Se decía que era una garantía de perder el tiempo. Mis padres se empeñaban en que estudiase, una actividad a la que nunca fui capaz de encontrarle el sentido. Pero se suponía que cuando fuese mayor lo agradecería. No había forma de entender nada. Visto lo visto, y que nada marchaba como debería marchar, qué mejor que intentar escapar de aquel horror haciendo nuevas amistades.

Desde el primer momento quedé cautivado con sus desventuras. Los dos pasábamos una adolescencia difícil. Ninguno de los dos entendíamos a los mayores. Estábamos rodeados de gente que no nos interesaba lo más mínimo. Teníamos una hermana pequeña a la que considerábamos la única persona decente en este mundo. Pero sobre todo nos unía ser unos incomprendidos. Nadie podía entendernos. Es que ni siquiera se esforzaban. Juntos hicimos un buen tándem para defendernos de aquella incomprensión a nuestro alrededor.

Nos llevábamos tan bien que a veces intercambiábamos nuestros mundos. De repente, yo estaba en Manhattan y no paraban de ocurrirme cosas disparatadas. Pasaba algún rato con Phoebe, su hermana. A él le tocaba soportar a mis compañeros de la escuela. Al volver, lo primero que me preguntaba Holden era si ya lo sabía. Y con mucha pena siempre tenía que responderle que no, que no había podido averiguar dónde iban los patos del lago de Central Park en invierno cuando el agua se congela. No había forma de que nadie en esa maldita ciudad se interesase por los pobres patos.

Llegó el día en que llegué a la última página. Se leía rápido y me vi obligado a prolongar su lectura más tiempo del que realmente hubiera sido necesario. Sentía verdadero pánico ante la posibilidad de terminarlo. Estaba convencido de que Holden Caulfield se evaporaría en ese momento y no le vería más. Lo que no sabía entonces, porque no había leído lo suficiente, es que ni Holden ni ningún personaje que nos haya marcado desaparece nunca. Que se quedan a vivir dentro de nosotros. Nadie podrá saber nunca lo que aquel libro significó para mí. Ni falta que hace. Tampoco podría explicarlo lo suficientemente bien.

Hoy estoy en la treintena. Las cosas me van precariamente, pero me van. Y sí. Cuando lo necesito, sigo hablando con él. No desapareció, no.  Sé que puede resultar algo alocado, pero sólo el que haya sentido algo parecido con cualquier personaje de alguna novela podrá entenderlo. En el libro, Caulfield  decía que los libros que le gustaban eran aquellos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. Lo que me ocurrió a mí fue que directamente me hice amigo de su protagonista, mi mejor amigo Holden.

jueves, 20 de abril de 2017

La chica brasileña del Alsa

Un viaje en Alsa de Madrid a Bilbao con una chica brasileña
Reflexionar, enamorarse o dormir, distintas opciones para un viaje en autobús

La historia que voy a narrar ocurrió en el verano de 2011, el último verano de mi vida de soltero, aunque por entonces ni lo sospechaba. Me iba unos días a casa de un amigo a Bilbao. Esa clase de colegas que garantizan el pasárselo bien, así que emprendía el viaje en el autobús del Alsa desde Avenida de América con gran entusiasmo. 

El entusiasmo se tornó en euforia cuando fui consciente de la compañera de viaje que tenía al otro lado del pasillo. Una chica muy guapa, morena, con ojos oscuros y melena larga,. Vestía de forma sencilla con una camiseta verde de tirantes y unos vaqueros. Recuerdo que miraba por la ventana con aire distraído e inquieto. Desconocía sus expectativas y los motivos de su viaje. Empecé a fantasear a mi manera. Hablábamos, nos conocíamos, un café un día, un cine y un primer beso otro, un enamoramiento apasionado, una forma de hacer el amor que no había conocido, una boda, unos hijos encantadores…qué difícil salir de estas ensoñaciones cuando uno ha construido ya toda una historia, jo. Mejor no empezar, os lo aseguro.

Aquel mes de julio me habían publicado un artículo en una revista de fútbol y la llevaba conmigo en aquel momento. De repente, ocurrió. Ella me la pidió para hojearla. Acababa de comenzar nuestra relación. Era mi forma de verlo, naturalmente. A punto estuve de lanzársela de los nervios, pero decidí que era mejor entregársela en mano. Me preguntaba si llegaría a mi texto, situado casi en la última página. Lo hizo. Y empezamos a hablar de fútbol. Ella era brasileña, por lo que entendí rápidamente esa pasión futbolera tan característica del país carioca.

Al llegar a Lerma, el punto de descanso en los trayectos Madrid – Bilbao, nos sentamos juntos a tomar algo. Ella era simpática y agradable. Me preguntó y le expliqué a lo que iba a Bilbao y las ganas que tenía. Le devolví la pregunta. En ese momento, noté que algo se rompía dentro de su frágil silencio. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y extendió el brazo por la mesa hasta agarrarme la mano. Me contó que iba a Bilbao para prostituirse. Era su primera vez. Tenía un niño pequeño, le habían ofrecido eso y lo había cogido. Lloraba por su niño desconsoladamente. No sabía qué hacer, ni qué decirle. ¿Qué le dices a alguien en una situación así? Creo que lo mejor que puedes hacer es callar y demostrar cariño a la persona que se te está abriendo en canal de esa manera. Yo era un completo desconocido, pero ella decidió confiar en mí y confesarme algo así. No me pedía opinión, no solicitaba mi ayuda. Tan sólo se moría de miedo.

Después, las aguas volvieron a su cauce. Continuamos lo que quedaba de recorrido hablando de nuestra vida y de amores anteriores. En más de un momento conseguimos algo tan extraordinario como reírnos. Al llegar a Bilbao nos despedimos y me salió de dentro pedirle que se cuidase. Me dijo que lo haría, pero nunca supe si lo hizo. Me acuerdo de que mi amigo me esperaba en la estación y que me dijo, entre risas, que no perdonaba una. Pero lo cierto es que, pasado el tiempo, nunca he visto aquello como un episodio de amor. Siempre he pensado en el brutal contraste de nuestros viajes. Yo deseaba llegar y divertirme. Ella quizá hubiera deseado no llegar nunca.

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domingo, 2 de abril de 2017

La academia a la que no fui

Grupo de estudiantes europeos estudiando inglés en Brighton
Pablo (el clon de Raúl), Roman, Felipe, Lok y servidor. En clase, claro.


Os voy a contar la historia de cómo me pasé tres semanas haciendo un curso de inglés en una academia de Brighton que no era la mía. Hace poco leí un artículo del periodista Juanma Trueba en el que hablaba del despiste, un arte curioso. Normalmente, las obras maestras suelen llegar con mucho esfuerzo detrás y el creador las muestra orgulloso. En el caso del despiste, no conozco a nadie que presuma de ser un despistado ni que ponga toda su empeño en serlo. Pero lo que me ocurrió en Brighton es para presumir, y su creación no me supuso ningún esfuerzo. 

Era el verano de 2006 y me fui tres semanas a esa localidad costera del sur de Inglaterra a estudiar inglés. De verdad que iba a eso. El caso es que no había mirado donde estaba la escuela ni su nombre ni nada. Bastante estrés me causaba ya el coger bien el tren de Londres a Brighton. Así que al salir el primer día de la residencia, le pregunté a otro español que me encontré que dónde estaba "la academia", como si solamente existiese una en todo Brighton. Me lo explicó así por encima y yo confié en lo que me dijo. Confié tanto que así fue cómo empecé mis tres semanas en una academia que no era la mía.

Llegué allí el primer día. Mucho jaleo para colocar a todos los estudiantes en distintos grupos. Iban pasando lista. No dijeron mi nombre, lo cual me pareció inquietante en ese instante y lo más normal del mundo cuando descubrí que no estaba inscrito en ese centro. Y yo, sin ser consciente de que era un intruso, les reproché que muy mal, que no me habían nombrado. Tras realizar las comprobaciones pertinentes, que debieron hacerlas muy mal, me dijeron que arreglado, por supuesto. 

El caso es que era todo de lo más normal. Yo iba ahí todas las mañanas, me metía en mi clase, ahí estaba el profesor, mis compañeros, y salía después al mediodía sin levantar ningún tipo de sospechas, ni de ellos, ni mías, por supuesto. Qué iba yo a saber que había otra clase, con otros compañeros, con otro profesor, en otro rincón de Brighton, que cada día que pasaba debían pensar: "el español este ni siquiera ha disimulado en lo de venir a aprender inglés, directamente ni aparece por clase".

Lo mejor de la vida ocurre en muchas ocasiones gracias al azar. Y lo que me pasó es un buen ejemplo. Conocí gente maravillosa a la que guardo gran aprecio: Felipe, Lok, Roman, Pablo (clon de Raúl), Lara, Marcos, Teresa, Sandra. Si mis recuerdos de Brighton son tan buenos es gracias a ellos. Siempre estábamos por ahí y sabíamos pasárnoslo bien, que es algo importante en la vida. En Brighton ligué por primera y última vez en mi vida gracias al fútbol. Ella era del Liverpool y yo también. No hubo que fingir nada. Pero si hubiera sido del Sheffield Wednesday, "hubiéramos" sido del Sheffield Wednesday, a quién vamos a engañar. No sé qué hubiera sido de mí en esa otra clase, con esos otros compañeros. No me hubiera divertido ni la mitad, lo sé.

Cuando se acababan las tres semanas, recibí una llamada de un número con una voz hablándome en inglés diciéndome no sé qué de que por qué no iba a clase. Como tengo mal oído, no entendí casi nada aunque me extrañó lo de que no había ido a clase. Pero si yo estaba ahí, puntual, cada mañana. Vale que la última mañana de curso Lok y yo decidimos tomarnos dos cervezas antes de clase como despedida, pero yo no había faltado ni un solo día. Qué ocurrencia la de aquella mujer.

La misma, que, sospecho, llamó a mis padres. Poneros en situación. Yo les había ido contando todo lo que se le puede contar a unos padres cuando tienes veintiún años y estás en un sitio como Brighton con estudiantes de toda Europa, que se resumía en un "las clases bien". Las clases bien, ahí estaba el problema. Que de lo único que les había hablado a mis padres, las clases, les llamaron diciéndoles que no había ido a ni una desde que llegué. Jo, menudo lío. Nunca más supe nada.

Me había pasado casi un mes yendo a una academia que no era la mía. Estuve viviendo una vida que no me correspondía sin yo saberlo. Bueno, ni nadie. Todo fue una gran ficción durante tres semanas. Aquello me hizo pensar en las casualidades. Un despiste tonto al que nadie pone remedio y te ves metido de repente en una vida que no es la tuya. Muchas veces me he preguntado el tiempo que aquella surrealista experiencia se hubiera podido prolongar de no ser porque el curso tenía el límite de las tres semanas. Me hubiera gustado poder descubrirlo.