viernes, 10 de enero de 2014

Donde nunca pasa nada


Hay lugares en los que, por más que uno se esfuerce, nunca pasa nada. Cada persona tendrá uno así en la vida. Yo tengo el mío. Se llama El Búho. Está en la Avenida de Europa de Pozuelo de Alarcón, cerca de Madrid. Y nunca pasa nada en él.

Es el bar en el que me reúno con mis amigos a los que llamo "los tranquilos" con cariño. No tienen afán por descubrir lugares nuevos. Son conformistas. Con ir siempre al mismo sitio cada fin de semana desde hace muchos años les vale. Y me parece una virtud que tienen ellos que yo no tengo. Porque a mí me encanta que pasen cosas. Que una noche sea memorable. Que sucedan historias que den qué hablar por los siglos de los siglos. Muchas veces las provoco yo. Me recuerda al capítulo de How I Met Your Mother en el que Barney se esfuerza porque pasen cosas para, acto seguido, decir: Dentro de años, diremos: ¿Te acuerdas cuándo...?

En El Búho es muy difícil que tengan lugar acontecimientos inolvidables, más allá de una partida de Trivial divertida o que alguien no pase por debajo del futbolín y su compañero sí tras haber sido vapuleados. Pero es que yo soy orgulloso y Ramón es de lo más buenazo que hay en este mundo. No hay comparación posible. Detalles así sí que son recordados.

Normalmente llegamos a eso de las diez. Si es un viernes, Ramón llega tarde porque tiene Muay Thai y jamás se lo salta. Durante un escaso lapso de tiempo, hablamos de cómo nos va. Este lapso puede durar uno o dos minutos. Las preguntas y respuestas de rigor y cortesía. En seguida pasamos a hablar de fútbol. Luego seguimos con Comunio, nuestro mayor vicio en estos momentos, quizá hablemos luego de alguna serie. Y luego pasamos al juego, ya sea Trivial o futbolín. Y ahí ya se acabó el hablar. Concentración total en el juego. Olvídate de mantener una conversación con alguno de los presentes.

Pero, por encima de todo, lo que más nos gusta es pasar un buen rato, reírnos y vacilarnos unos a otros, que es a lo que se va al Búho. Un lugar dónde nunca pasa nada pero en el que echar unas buenas risas con tus amigos.

jueves, 9 de enero de 2014

Yon, el malo

Todos sufrimos a un malo cuando éramos pequeños. Normalmente, pertenecía a nuestra clase. Eso nos tranquilizaba, sólo en parte, porque al menos su posición cercana nos ayudaba a tenerle bien localizado. En mi caso, esto nunca fue así. El horror venía de fuera. Y debido a ello, el pánico era mucho más intenso porque no podías ponerle cara a la amenaza, y nunca sabías cuándo le daría por hacer acto de presencia.

Pero os lo explicaré mejor, que lo merecéis, vosotros, y la historia. Tendría yo alrededor de once o doce años (soy malo de memoria), y iba al colegio Marqués de Marcenado. Nuestra clase era de lo más normalita que yo recuerde. Había un chico, llamado Javi, que en ocasiones se metía en líos. Yo me llevaba muy bien con él y éramos amigos. Muchos viernes subía a mi casa con otros de clase y pasábamos la tarde merendando y jugando.

El problema vino cuando apareció Yon, un malo muy malo. Apareció en forma de rumor, por lo que al principio existía la esperanza de que realmente no existiese. Lo que se decía de él eran como las hazañas del héroe al que se le ha visto haciendo el bien pero al revés. Es decir, no era un héroe, era un villano. Segundo, no eran hazañas, eran historias terribles. Tercero, no inspiraban grandeza, sino terror. Se decía que iba por distintos barrios atracando a los desprevenidos de cada colegio que estuviesen jugando en la calle.

Yon era amigo de Javi, el chico de mi clase. Nosotros no lo habíamos visto nunca, pero el hecho de tener dentro de tu clase al cómplice de fechorías de un personaje tan sombrío como aparentaba ser el tal Yon, no ayudaba en nada a la convivencia normal de una clase de colegio. Era imposible que hubiese calma cuando, ante cualquier cosa que a Javi no le gustaba, te echase un vistazo diciéndote que iba a llamar a su amiguito. Imposible ir feliz al cole así. Os lo prometo.

La figura de Yon se agigantaba, sus pavorosas hazañas seguían llegando, y llegó el día que tenía que llegar. Lo recuerdo muy bien. Fue la primera vez que pude morir. O así lo veía yo en ese momento. Estando jugando con mis amigos al fútbol en la calle, el tiempo se paró. Por una esquina apareció Javi, como el escolta. Y detrás, firme en su paso y con la mirada clavada en el grupo que formábamos mis amigos y yo, el mayor villano al que me he tenido que enfrentar. Ahí estaba Yon. Por fin se materializaban nuestras pesadillas. No había escapatoria.

Inmediatamente dejamos de jugar. No era plan de jugársela. Teníamos que mostrar seriedad y respeto. Si luego había que pegarse, que se pegasen (eso pensaba yo, porque ni entonces ni ahora a mis 29 venceré la cobardía para meterme jamás en una pelea). Fue caminando muy serio hacia nosotros. Nadie decía nada. Sólo nos miraba. Y sí. Daba bastante miedito el villano Yon. Nos ordenó (no de palabra, sino de tono) que nos pusiésemos en fila en unos coches. Y entonces él empezó uno por uno a pasar revista, como si de la mili se tratase. Se iba poniendo delante de cada uno y nos iba emitiendo amenazas y sonidos guturales surrealistas cuyo único fin era amedrentarnos lo máximo posible, para luego seguramente matarnos (esa era mi visión, y me daba mucha pena no poder despedirme de mis padres).

Ninguno le respondía, y al valiente que se le encaraba lo más mínimo le duraba la valentía lo que a Higuaín la puntería, así que íbamos apañados. Yo era el último de la fila y iba contemplando toda la escena para saber manejarme cuando llegase a mí. Es bueno saber estar preparado para cosas así. Al llegar a mí, se me quedó mirando, como a los demás, y en el momento de ir a amenazarme, Javi le dijo "a este no le toques". Me puse tensísimo. Yon el Terrible podía pelearse con su fiel escudero por darle órdenes a él, o podía optar por hacerle caso. Y evité la muerte al elegir Yon la segunda opción. Y siempre estaré agradecido a Javi.

Como quién sufre un episodio traumático, no recuerdo muy bien ni el antes, ni mucho menos el después. Sólo sé que se fueron por dónde habían venido. No nos hicieron daño físico. Pero nos hicieron pasar un mal rato de los buenos. De hecho, si tuviese que hacer un Top 5 de malos ratos de mi vida, o de la infancia, este podría ganar el liderato sin ninguna duda.



miércoles, 8 de enero de 2014

Penas y olas en Valdoviño

 Faro de A Frouxeira. Foto de Óscar R. F. en El Ideal Gallego

Dice un viejo dicho marinero que "penas y olas, nunca vienen solas". El mágico día de Reyes acabó en tragedia al borde de un acantilado gallego. Los protagonistas de la triste historia fueron Juan, Patricia y Rodrigo, que habían acudido a velar las cenizas de un familiar fallecido hacía un mes. Penas y olas nunca vienen solas. Tampoco esta vez. Acudieron allí por una pena. Y se los llevó de allí una ola.

A todos nos fascina el mar. Su inmensidad, la serenidad que se siente al contemplarlo, sus distintas tonalidades según el cielo del momento, la sensación de escape que nos ofrece, la idea de perdernos en él, preguntarse qué hay más allá. Pero el mar también es fiero. Y sobre todo, aunque nos cueste admitirlo como cuesta admitir el fallo en quien admiramos, es traicionero. Porque por muy calmado que parezca el horizonte, los marineros siempre te advierten de las corrientes. Porque por muy inofensivo que se presente ante nuestros ojos, puede cambiar su aparente docilidad y convertirse en un monstruo imprevisible. 

Y jamás te avisa. Como no avisó a Juan. Como no avisó a Patricia. Como no avisó a Rodrigo. Caía la noche en el Faro de A Frouxeira, a unos 70 metros de altura. Ellos caminaban recordando al familiar que se había ido. No sospechaban la cruel jugada que el mar les tenía preparada. Como el delincuente que planifica bien el golpe, primero fue una ola la que les dejó sin reaccionar. Y a los pocos segundos, antes de que pudiesen hacer nada, una segunda ola se los llevó para siempre. El mar enseñando su peor naturaleza en estado puro.

Sucede esto en Galicia, lugar dónde se conoce bien de lo que es capaz el mar en tempestad. Tierra que en ocasiones parece librar una guerra contra la naturaleza a la vez que la venera porque saben que no pueden vivir sin ella. A Galicia, y a todos los que han sufrido las peores consecuencias de un Atlántico embravecido, van dedicadas estas palabras.



domingo, 5 de enero de 2014

El zapato de la ilusión


En ocasiones siento que tengo cierto complejo de Peter Pan. Ya sabéis, el niño que nunca quiere dejar de serlo. Creo que poseo alguno de los síntomas, pero no viene a cuento explicarlos en este momento. Me centraré en una de las noches del año en las que más sale a relucir. Se trata de la noche de hoy: la mágica Noche de Reyes.

Para que entendáis mi forma de ser y de vivir esta noche tan señalada, os confesaré que fui el último de mi clase en enterarse de lo que vosotros ya sabéis. Incluso, una vez, escuchando cuchichear a mis compañeros de clase, me enfadé y les dije que me explicasen de qué hablaban. Mi amigo Andrés Fernández no quiso responderme, me puse pesado, y me lo acabó soltando. Y recuerdo que decidí no creerlo como quien se aferra a su ilusión antes que creer a la cruda realidad. Era un Inocencio Quiroga de la vida (mi abuela llama así a las personas muy inocentonas, les dice "Ayyy Inocencio Quirogaaaa").

En mi memoria guardo recuerdos de noches de muchos nervios, de insomnio infantil, de escuchar ruidos por la casa, de taparme los oidos, procurando no estornudar, no hacer movimiento alguno para que los Reyes no descubriesen que estaba despierto, no les fuese a dar por irse. Trataba de dormirme pronto siempre. Y muy pronto por la mañana, siendo yo el hermano mayor, iba a despertar a mi hermana pequeña porque no podía aguantar más en la cama sin ver los regalos.

Pero antes de acostarse, venía la parte más importante. Si no se hacía eso, todo perdía su sentido. Hablo del ritual consistente en dejar el zapato. Si no lo hacía, sus Majestades de Oriente no sabrían donde dejar los regalos. Por eso lo dejaba cuidadosamente en el lugar en el que quería tenerlos por la mañana. Dejar el zapato era el momento culminante de la noche. Ahí se concentraban todas las emociones antes de irse a dormir.

Hoy en día sigo dejando el zapato cada Noche de Reyes. Porque es una forma de sentirme conectado al niño que fui. Porque en ese zapato están las ilusiones de la noche. Porque ese zapato es el símbolo de la Noche de Reyes para mí.

Por supuesto todas las Navidades escribía una carta a los Reyes explicándoles lo bueno que había sido y lo mucho que me merecía todos aquellos regalos. Y sí. Hoy sigo escribiendo la Carta. Porque sin Carta, no hay Reyes. Y tengo miedo porque estas Navidades han sido las primeras en las que por unas razones y por otras no he podido escribirla. Pero me aseguraré de dejar el zapato bien visible para cumplir al menos con el ritual de cada Noche de Reyes.

Es probable que al hacernos mayores poco a poco deje de ser lo mismo. Pero yo me esfuerzo porque cada Noche de Reyes sea como aquellas que vivía de pequeño, me esfuerzo por contagiarme del espíritu y mantener la ilusión intacta. Si me ofrecen salir, algo que cada vez se hace más en esta noche, digo que no rotundo. Me gusta estar en casa dormido mientras los Reyes, camellos y pajes entran y dejan los regalos. No quiero perder esa magia. Nunca.

Y no puedo acabar este texto sin mencionar mi regalo favorito: el fabuloso barco pirata de PlayMobil. ¿Y el vuestro? ¿Cómo vivíais la Noche de Reyes y cómo la vivís ahora? Y sobre todo... ¿dejáis el zapato?

Feliz Noche de Reyes a todos y que se cumplan vuestros deseos.