Viajaba con la ilusión de conocer a Celia y se enamoró de
Faina. Aún no era capaz de comprender lo que le había ocurrido durante aquel
trayecto en autocar. Sin embargo, era feliz. Nunca había sido una persona de
dejarse llevar. Más bien lo detestaba. Pero tenía que reconocer que en esta
ocasión la letra de Vetusta Morla "dejarse llevar suena demasiado bien"
cobraba todo el sentido del mundo.
Pablo lo había preparado todo con el máximo detalle. Llevaba
ya cerca de medio año escribiéndose con Celia, una chica de Granada a la que
había conocido en un foro indie. Tras pasar el filtro de que le gustase Lori
Meyers tanto como a él, todo lo demás le daba igual. No podía concebir estar
con una persona que no compartiese su mismo nivel de entusiasmo por la banda
granadina.
Medio año de conversaciones a través de pantallas. Hablaban
a través del foro, otras veces mediante mensajes en redes sociales, y sobre
todo, por el móvil. Incluso se llamaban. Decidieron conocerse de una vez. Él
bajaría desde Madrid a Granada un puente para conocerla. Apuntó todos los bares
indies de la ciudad para ir con ella, entre los que no faltaba el Amador. Nada
podía fallar. Incluso había reservado hace muchos meses, con plena confianza en
su historia de amor moderna, para visitar La Alhambra.
Con los nervios, había olvidado el resguardo del billete. El
conductor le dijo que con el DNI valía. Subió con su mochila y siguió por el
pasillo. Había comprado el asiento al fondo, para poder estar a su aire. Quedaban
diez minutos aún para salir, pero él ya se puso sus cascos para escuchar LN
Granada de Supersubmarina y de esa manera ir entrando en ambiente soñando con
el Paseo de los Tristes alegrar.
Había estado mirando a las personas que iban de un lado para
otro de las dársenas de la Estación Sur. No se había dado cuenta de la melena
rubia que asomaba en el asiento de delante. Siguió a lo suyo. El conductor
arrancó. Le gustaba mucho viajar en autobús. Siempre había pensado que los
trayectos en otros medios de transporte eran más o menos iguales para todos, pero
que los viajes en autocar tenían un significado especial para cada uno.
Llevaban una hora de viaje cuando la chica de delante asomó
la cabeza por el pequeño hueco entre la ventana y el asiento. Le pidió que
bajase el volumen, porque a pesar de los auriculares ella también escuchaba la
música. Aquello le irritó. Le respondió que no, que la buena música se escucha
así o no se escucha. Ella le miró asombrada y se levantó de su asiento. Pablo
se preguntó qué narices estaba haciendo. Observó sorprendido cómo se sentó a su
lado. No pudo evitar fijarse en sus ojos verdes.
―Ponme dos canciones que cuando las escuches se te olviden
todos los problemas. Y te diré si merece la pena ese volumen ―le pidió con una
sonrisa ante el desconcierto que se dibujaba en la cara de Pablo.
―No te conozco de nada, no sé por qué te has sentado aquí
conmigo. Aún así, te las voy a poner. No es fácil, no me has pedido mis dos
canciones preferidas, sino dos canciones con las que olvide todos mis problemas,
pero allá van. ―Y le prestó los cascos para que escuchase Emborracharme de Lori
Meyers y Años 80 de Los Piratas.
Mientras las escuchaba, no podía dejar de observarla
atentamente. No le estaba cayendo especialmente bien aquella desconocida, pero
cuando daba su música a escuchar a otras personas sentía siempre un deseo muy
fuerte de que también les gustase. Ella escuchaba con indiferencia hasta que
terminó. Se le quedó mirando.
―Los
primeros no estaban mal, aunque no los conozco. Y la segunda, por favor. ¿Escuchas
a Ferreiro y se te olvidan todos los problemas? ¿De verdad? ¡Yo lo escucho y me
aparecen hasta problemas nuevos que no tenía!― soltó.
―No tienes ni puta idea de música, así, con todo el respeto
te lo digo ―respondió visiblemente
molesto Pablo. No conocía a Lori y encima despreciaba a Ferreiro. No podía
consentirlo―. ¿Y qué te gusta a ti si se puede saber? Verás...
―Pues de todo. No puedes con esa respuesta, ¿eh? Se te
revuelve todo, a que sí. Seguro que eres un festivalero intensito de esos que
no soporta todo lo que no sea una definición más cuadriculada. Si te digo que
me gustan Sabina, Amaral y Kings of Leon por igual, te peta la cabeza, estoy
convencida ―dijo partiéndose de risa.
―Llegados a este punto, en el que acaba de quedar demostrado
quién sabe de música y quién no, me doy por satisfecho y podemos continuar con
nuestro viaje en este maravilloso autobús cada uno en su asiento. Por mí está
resuelto el conflicto. Bajo la música y ya está, ningún problema ―respondió él
intentando zanjar el episodio.
―Me parece perfecto. Voy a seguir leyendo, ahora igual puedo
concentrarme si bajas el sonido de tus cascos tan modernos ̶ se
burló ella mientras regresaba a su sitio.
Qué petarda de tía, pensó Pablo. Con la tontería le había
quitado media hora de ir mirando los paisajes mientras se imaginaba el
encuentro con Celia. Aunque estaba convencido de que todo iría bien, también
tenía miedo de que en persona no fuese lo mismo. A veces eso pasa y le podía
ocurrir a él esta vez. No sabía si habían aplazado demasiado el conocerse en
persona. Medio año ni más ni menos. Seis meses intentando estar seguros de algo,
cuando a veces ni en una vida entera se está seguro de nada.
Sintió que le tocaban en el hombro. Se sobresaltó. Se había
quedado dormido. Vio la melena rubia y los ojos verdes. Le agradeció el gesto. Ella
se giró y bajó las escaleras. Recogió las cosas para no dejar nada dentro y
salió él también. Siguió a la masa hacia el área de servicio. Tras pedir, se
dedicó a buscar mesa. Ya estaba todo bastante ocupado. Se fijó en que la
desconocida estaba comiendo sola en una mesa. Tuvo dudas, pero si ella había
sido tan impertinente en una ocasión, él tenía todo el derecho de serlo ahora. Se
sentó con ella, que le miraba divertida.
―Bueno, si voy a comer con un hipster, al menos me gustaría
saber su nombre.
―Si sigues por ahí, me levanto. He venido sin ánimo de
molestar. Me llamo Pablo. Y tú eres...
―Faina. Ya tienes el nombre de la insolente para contarle a
tus amigos indies las barbaridades que han salido de mi boquita.
―Lo haré, no lo dudes. ¿Podemos pasar pantalla? ¿A qué vas a
Granada? ―le preguntó para salir del bucle.
―Bueno...es complicado, no es algo que se cuente así tan
alegremente a un desconocido. Pero tú has preguntado, tú tienes tu respuesta. Voy
a dejar a mi novio. Tranquilo, no es ningún drama. Ya está más que hablado. Se
trata de hacerlo oficial, digamos. Seis años lo merecen, digo yo ―confesó ella
mientras bajaba la cabeza.
―Vaya, de verdad que lo siento. No escuches mucho a Sabina, mejor
― dijo intentando arrancar una sonrisa de su cara.
―Si te parece, puedo escuchar a Ferreiro, no te jode.
Se rieron a carcajadas. Fue de repente, sin esperarlo. Admiró
que aún en un momento así tuviese esa capacidad para reírse de su situación y
continuase vacilándole. Le transmitía un optimismo que a él le había faltado en
más de una ocasión en la vida.
―Bueno, a qué vas tú. ¿Qué hay en Granada? Vas a golfear, lo
llevas en la cara desde que me he montado en el autobús y te he visto
ensimismado mirando por el cristal con tu música. Venga, suelta, cambio la
pregunta: ¿quién hay en Graná?
―Hay...una chica. Pero no la conozco. Es raro. Pero tengo
ilusión. Creo que puede salir bien. Tengo muchas ganas de conocerla ―intentó
explicarse Pablo.
―Chico, qué entusiasmo, madre del amor hermoso. Espero que
cuando la veas se te note esa ilusión que dices tener, porque yo soy ella y te
digo que te des la vuelta para Madrid, que o vienes con todas las ganas o no
vengas, que a medias en la vida no se va, hijo mío. Entiéndeme lo que quiero
decir ― le reprendió ella.
―No, no, si yo quiero, y tal. Pero me gusta ser prudente. No
se sabe. No se sabe nunca, es lo que intento decirte ―acertó a decir Pablo.
―Las putas cautelas son las que se cargaron mi relación. Y
no voy a entrar en detalles. Pero la prudencia está sobrevalorada, créeme.
―Bueno, aún así las prefiero. Pero gracias. Oye, creo que se
ha ido todo el mundo hacia el autobús. Vamos a darnos prisa.
Algo dentro de él se había torcido. No sabía qué era y eso
era sin duda lo peor. Tenía urgencia por volver al refugio de sus canciones. Se
lo había pasado bien en la comida y eso le preocupaba. Contemplaba la melena
rubia de Faina ya sentados cada uno en su sitio y se preguntaba muchas cosas.
Se asustó porque a él no le pasaban estas cosas. Había
tenido siempre una cierta estabilidad emocional. Los arrebatos de pasión no
iban con él. Por eso mismo no entendía lo que le estaba ocurriendo. No se
reconocía en esos síntomas. Por favor, si apenas había cruzado con ella dos
conversaciones, se decía. En el monólogo que tenía consigo mismo, de repente
localizó el motivo definitivo para poner freno a todo eso: había dicho, textualmente,
de Lori, que "los primeros no estaban mal, aunque no los conozco". Ya
está. Cerró los ojos para dormirse hasta llegar. Pero fue imposible.
¿Qué tenía Faina cómo para llegar al punto de que le diese
igual que no conociese a su grupo fetiche? Intentó analizarlo todo de la forma
más racional posible. Su descaro. Le había descolocado por completo. Todo había
empezado por ahí. Su sentido del humor. Se había reído en su cara de lo más
sagrado para él. Y además, se había reído al hablar de dejar una relación de
muchos años. Quería conocer más esa personalidad.
Se levantó y se sentó a su lado. Ella sonrió y apartó la
mochila.
―¿Cuál es la canción que más escuchas estos días? ― preguntó
él con sincera curiosidad.
―Amor se llama el juego, de Sabina. No es de las más
conocidas, no la conocerás. Es muy triste y muy melancólica. Empieza contando
que hace demasiados meses que sus payasadas no provocan las ganas de reír de
otra persona. Y creo que es lo que me pasó a mí con Fran. Supongo que también
es lo que les pasa a tantas parejas. La gente lo deja cuando sus payasadas
dejan de hacer reír al otro. Hay un momento en el que eso pasa. Y hay que estar
preparado.
―¿Puedes repetir todo eso? Quiero apuntarlo y compartirlo en
mi Instagram con una foto que mole. Tal vez un poco pesimista, pero joder, me
ha gustado. ¿Te sueles expresar así de bien o es el desamor? ―dijo un Pablo ya
entregado a la causa.
―Bueno, no sé. Cuando uno pasa por ciertas experiencias a
veces se vuelve un filósofo. Mira toda la música que te gusta a ti. Todos esos
grupos indies no existirían sin desamor. Creo que lo sabes, que no tengo que
venir a decírtelo yo. ¿Podemos hablar de otro tema? Cuéntame cosas de ti ̶ le
pidió ella.
Le contó brevemente de su vida, de su barrio y de su trabajo
como freelance precario escribiendo sobre música y yendo a conciertos. Ella le
habló mucho de su familia, de su hermana pequeña en concreto. Le explicó cómo
la habían despedido hacía medio año de la agencia de comunicación en la que
estaba y cómo desde entonces iba enlazando un trabajo inestable con otro. En su
forma de hablar había siempre entusiasmo ante la vida, aunque lo que contase no
fuese a veces lo más alegre.
Conversaron otro rato de lo que significaba para ellos
viajar en autobús. Él compartió con ella su teoría de que para las personas que
viajan así el trayecto tiene un significado especial para cada una de ellas. Aseguraba
que en los aviones y en los trenes no era lo mismo, que ahí, en el autobús, era
todo más romántico, más auténtico. Ella le escuchaba atentamente, como había
venido haciendo durante todo el trayecto cada vez que Pablo abría la boca para
decir cualquier cosa. Era un loco, pero le hacía gracia.
Para ella, según le contaba, el viaje en autobús era su
infancia. Casi cada fin de semana iba en el autobús con su familia hasta un
pueblo de Burgos para visitar a su abuela. Eran viajes que hacía feliz. Por eso
casi siempre elegía ese medio de transporte, porque le garantizaba
transportarse a la mejor época de su vida. Iba jugando con su hermana a ver qué
montañas de las que veían por el camino serían capaces de subir y cuáles no. Y
al final, esperaba su abuela, la persona a la que más había querido. La época
más feliz, sin corazones rotos y con chucherías.
Hubiera estado escuchando hablar a Faina horas. Se hubiera
quedado en ese autobús dos días más si hubiera hecho falta. No sabía qué hacer.
No sabía si a ella le pasaba algo parecido. Seguramente no, tenía la cabeza en
otras cosas. Pero eso daba igual ahora mismo. El problema lo tenía él. Y era
bien gordo. Se habían desvanecido sus ganas de conocer a Celia. Todo lo ocupaba
Faina. Se imaginaba yéndose de cañas con ella por la Plaza del 2 de Mayo, llevándola
a un concierto de Ferreiro entre risas, yendo él quizá a un concierto de Amaral,
leyendo algún libro que ella le recomendase.
No, no, no. Tenía que parar todo eso. Celia iba a estar
esperándole en la estación. Maldita sea, ¿qué iba a hacer? No había forma de
salir de aquel embrollo. Así que, de perdidos al río, le pidió el teléfono a
Faina. Si la vida se complicaba, que se complicase bien, a lo grande. El gesto
de sorpresa en su cara le preocupó. Se preguntaría que qué demonios estaba
haciendo, seguro. Pero después de un instante demasiado largo, como lo son
tantos en la vida, se lo dio.
―No sé si alguna vez te apetecerá tomarte una caña cuando
estemos en Madrid. Pero me gustaría, de verdad.
―No entiendo lo que estás haciendo, pero te salva que
tampoco entiendo lo que yo estoy haciendo. Me parece bien. Y si esa caña se da
bien, te vienes a una noche sabinera conmigo a la Galileo ― finiquitó ella.
―Oye, una última pregunta ―dijo Pablo de repente―, ¿qué ha
significado para ti este viaje?
―Parecía un final, pero se ha convertido en un principio. ¿Y
para ti?
―Un comienzo, también. Distinto al que pensaba, pero un
comienzo.
El autobús enfiló la Avenida Juan Pablo II de Granada. Ya
estaban ahí. Se despidieron con dos besos, una sonrisa y una caña pendiente, que
acabó resultando la primera de muchas. Siempre hay una canción inesperada
esperando en cualquier lugar. No importa lo que hayas vivido hasta ese momento.
Llega y te lo cambia todo, sin previo aviso. Entra en ti y no puedes dejar de
tararearla una y otra vez.
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