No le gustaba esa casa. Tampoco entendía el desprecio en la mirada de sus nuevos vecinos. Le conocían de solo unas horas pero ya estaban juzgándole. Qué sabían ellos de su pasado. Había recibido burlas, aunque las prefería a las amenazas que también le habían dirigido. Luego estaba aquel silencio insoportable. La soledad que tanto le asustaba. No sabía el tiempo que le tocaría estar ahí. Era un cambio de aires obligado. Ojalá no hubiese tenido que llegar a ese punto. Aunque no sentía el menor arrepentimiento.
La despedida de su familia había sido lo peor, sin duda. Desde el mismo instante en que recibió la comunicación pensó en su hijo. Cómo explicárselo, se decía. No existía una buena manera de hacerlo. Únicamente podía prometerle que se trataba de algo temporal. Que pronto estaría de regreso. Que los líos se acabarían. Asunto bien distinto era su mujer. Comenzaron a distanciarse cuando él empezó a tener aquellas compañías que tan poco le gustaban a ella. Nunca se lo dijo claramente, y él siguió haciendo, hundiéndose un poco más cada vez. Su mirada de reproche en el momento de salir de la vivienda ponía probablemente fin a su amor. Nunca le miró así en veinticuatro años de matrimonio, veintiocho de novios.
Con él caerían todos. Lo tenía claro. Le habían dejado hundirse en la ciénaga. Pero también lo pagarían. Nunca nadie le paró. Jamás le preguntaron. No quisieron saber. Incluso le ofrecieron lealtad y colaboración para salvarlo si las cosas se torcían. Recordaba con nitidez las palabras de su amigo del alma: “Arturín, lo que te haga falta, tú pide”. La traición era lo que más le dolía de todo lo que había ocurrido. Nunca se imaginó que le diesen la espalda de aquella manera. Un caso aislado decían los caraduras. Se iban a enterar. Aquello no quedaría así.
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