lunes, 28 de mayo de 2018

Esos ojillos traviesos


Un relato sobre una pareja joven con un hijo pequeño


Lo que les voy a contar no es nada extraordinario. Es una historia de lo más frecuente en nuestra época. Siento la decepción. Sucedió un viernes 24 de noviembre. Era un día frío en la ciudad de Madrid. En la radio anunciaban chubascos para todo el fin de semana y una caída brusca de las temperaturas. Recién salido de la ducha, elegía la ropa para ir a trabajar. La noche anterior se había quedado dormido estudiando la importante reunión de la mañana siguiente y no pudo dejársela preparada como en él era habitual. Planificando, siempre planificando, cómo no podía ser de otra manera.

Comió lo primero que encontró al abrir el armario de la cocina, ya iba justo de tiempo y no era el día más adecuado para pegarse un homenaje. Si todo iba bien, se lo podría conceder el sábado por la mañana, acompañado de su mujer y su hijo. Ella se había ido ya al periódico, tenía una rueda de prensa a primera hora y quería pasar antes por la redacción. Él llevaría esa mañana a Nico al cole. Se preparó el café. Eso sí que no podía fallarle. Se trataba de algo sagrado para él. Mejor no cruzarse en su camino las escasas mañanas en las que se daba cuenta de que se le había olvidado comprar.

Salió de casa y dejó al niño en el cole. De camino a la oficina, pensó que no se había despedido lo suficientemente cariñoso. Tiene cuatro añitos, se dijo. La maldita reunión, pensó. Continuó conduciendo mientras abandonaba el barrio de Hortaleza, en el que llevaban viviendo cinco años, el tiempo en el que las cosas, por fin, habían empezado a ir bien. Logró ese puesto de consultor que tanto le costó conseguir. Con la posición estable de Vero en el periódico, decidieron dar el paso de tener a Nico y comprar la casa en ese barrio madrileño.

Durante aquellos años todo había ido sobre ruedas. Era valorado en la empresa y tenía un futuro prometedor. Pero a veces le venía a la mente la queja, "el maldito trabajo". Solía ser en momentos de mucho estrés, de reuniones con clientes, de proyectos que se complicaban. Notaba que le afectaba a nivel personal y no le gustaba nada. Se preguntaba si merecía la pena, si acaso no era un sacrificio inútil, si no habría otras formas de vivir más relajadas y otra felicidad posible. La respuesta siempre acababa siendo la misma: el dinero, necesitas el dinero.

Aquella mañana llegó algo más tarde de lo habitual. Saludó a sus compañeros. Se fijó en que no estaba David. Era extraño, pero no le dio más importancia. Cuando preparó lo que tenía que preparar, Carlos se fue a por el segundo café. En ocasiones llegaba a tres, pero intentaba evitarlo. Se asustaba con el temblor de manos. Quedaba poco tiempo para la reunión y David seguía sin estar. Lo necesitaba, aunque si no llegaba intentaría defender él solo la totalidad del proyecto ante el nuevo cliente. Se puso nervioso.

A la hora indicada, acudió a recepción. Allí, puntual, estaba Elena Ceballos, la representante de la empresa interesada en contratar sus servicios. Se estrecharon la mano y caminaron hacia la sala de reuniones. Le gustaba cuando el cliente al menos de entrada era amable y cordial, le parecía una manera agradable de comenzar cualquier cosa en la vida. Le preguntó si había llegado bien y hablaron del atasco de aquella mañana, uno más, en el nudo de Manoteras.

Entró su jefe por la puerta de la sala. Le comunicó que David no acudiría, sin ofrecer más detalle. Mientras ellos se saludaban, Carlos intentaba encajar la información. Le tocaba explicar absolutamente todo el proyecto a él y aunque habían trabajado juntos en aquella presentación, no conocía a fondo la parte que le tocaba exponer a David. Había aprendido a entrenar su mente para poner el foco en salir adelante de las situaciones complicadas. No únicamente en el terreno profesional. Al final, o te obligas a ti mismo, o ahí te quedas y te pasan por encima, se decía. Aún así, no le había pasado eso nunca en el tiempo que llevaba en la empresa. No se podía creer que no se lo hubieran comunicado. Esperaba al menos un capote del jefe si la situación se torcía.

Nada de eso ocurrió. Cuando iba por la mitad de la exposición, todo empezó a irse al traste. Ceballos comenzó a realizarle preguntas completamente lógicas y previsibles acerca de los costes y la logística de lo que pretendían hacer. Era la parte de David y se quedó totalmente en blanco. Respondió con unas vaguedades impropias de la empresa a la que pertenecía. Ella torció el gesto y lanzó una mirada hacia Alfredo, el jefe. Continuó como pudo, pero empezó a sudar, de repente le faltaba aire y, en un momento dado, tuvo que pedir permiso para salir. Se acercó a una ventana y cogió todo el aire que pudo. Se encontraba mejor.

Al volver a la sala, no había nadie. Fue a recepción y tampoco estaban allí. Bajó al parking y allí a lo lejos les vio hablando. Ella hablaba de manera enérgica y el jefe no hacía más que disculparse. No le gustó lo que observó. Se echó a temblar. Decidió subir antes de que Alfredo regresase al hall para evitar una incomodísima subida en el ascensor.

Se fue a su puesto a no saber qué hacer, pero al menos no estaría dando vueltas sin sentido. De repente, escuchó su nombre. Alfredo le llamaba para que le acompañase al despacho. Quiso llorar. Le siguió hasta que estuvieron dentro. Cerró la puerta y se sentó. Se le quedó mirando y golpeó la mesa. Le preguntó que cómo era posible lo que acababa de suceder, que sentía vergüenza, que era intolerable. Le anunció que estaba despedido. Que la decisión la había tomado la semana pasada y se la había comunicado a David la tarde anterior, el cual se había negado a realizar la presentación en protesta para intentar forzar un cambio de decisión en Alfredo. Pero era irrevocable. Y la catástrofe de la reunión lo confirmaba. "Has perdido reflejos, Carlos" le dijo con una voz gélida. Le concedió media hora para recoger sus cosas.

Se le cayó el alma a los pies. No entendía como en un día todo podía haber cambiado de aquella manera. En ningún momento notó que hubiese bajado la guardia, pero en la empresa así lo habían percibido. Y contárselo a Vero al llegar. Se le caían las lágrimas según arrancaba el coche. No podía ser, se repetía. No ahora, que todo iba bien. No tenía ganas de nada, ni de conducir. Se asustó y tuvo mucho vértigo de la vida.

Llegó a casa y se quedó tumbado en la cama mirando el techo durante horas hasta que llegaron Vero y Nico. Al entrar en el cuarto, ella se fijó en el maletín en el escritorio y en las hojas por los suelos. Le miró a los ojos, se acercó y le abrazó, como había hecho siempre en los momentos difíciles. Mientras se abrazaban en mitad de la habitación, Nico se asomó por la puerta con esos ojillos traviesos que tenía y al mirarle, Carlos, por un instante, tuvo algo de esperanza en el futuro.

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