jueves, 1 de junio de 2017

Mi abuelo y las luces de los faros

Mi abuelo me enseñó a contar las luces de los faros en Gandía


Hoy me hace ilusión compartir con vosotros una serie de recuerdos que tengo de mi abuelo. Más de una vez me acuerdo de él y lo hago con muchísimo cariño. Las memorias que tengo de él son momentos que se quedaron a vivir en mi cabeza sin yo saberlo en el momento en el que los estaba viviendo. Entre ellos, el más importante, en el que me hablaba de los faros. Él era valenciano, por lo que le tengo mucho aprecio a la ciudad de Valencia. Y muchos recuerdos que tengo de él están asociados a esas tierras que tan bien reflejó en sus pinturas Joaquín Sorolla (si no habéis visitado aún su casa-museo en Madrid, ¿a qué esperáis?).

De mi abuelo se decía en ocasiones que era una persona seria. Menuda mentira. No es seria una persona que cuando se reía lo hacía llorando de la risa. No se reía mucho, puede ser. Pero es lo que os digo: cuando se reía lo hacía con una fuerza extraordinaria, le recuerdo en pleno ataque de risa cuando le contaba alguna cosa rara de esas que a veces me ocurren. No es seria una persona que cuando entraban sus nietos en casa les ponía la mano detrás de la oreja y les sacaba una moneda de chocolate. Decidme vosotros si vuestros abuelos eran capaces de sacaros una moneda de chocolate de detrás de vuestras orejas. No es seria, y aquí os vais a partir de risa, una persona que engaña a su nieto y le dice que el origen del nombre de la horchata se debe a que cuando los españoles descubrieron América, descubrieron también ese producto, y al volver a España les decían a sus mujeres "¡Esto es oro, chata!" y el nieto, yo, se lo creía a pies juntillas. De hecho, os diré que no tengo la menor idea del origen de esa bebida que tanto me gusta, y que aún hoy le cuento esa versión a muchas personas. Lo que pasa es que me río al contarlo y no me creen. 

Quizá podía ser poco hablador, no lo sé. El caso es que tengo un recuerdo grabado a fuego en mi memoria, que es el del silencio sepulcral que se hacía en el salón de casa de mis abuelos cuando él hablaba o daba alguna opinión sobre algún tema importante de actualidad. Las expresaba de forma lenta, de forma que iba creando expectación mientras las emitía. Siempre se las tenía muy en cuenta, o al menos yo me llevaba esa impresión cada vez que ocurría ese momento.

Recuerdo los veranos junto a mi hermana en Gandía con Loli (mi abuela es una mujer muy presumida y no quería que la llamásemos abuela) y el abuelo. Y una enseñanza en concreto de la que siempre me acuerdo en distintos momentos. Cuando nos sentábamos en la mesa a comer, después de haber pasado toda la mañana en la playa, a veces no podía ver bien la tele desde donde estaba sentado y, naturalmente, protestaba por ese motivo. Hasta que un día mi abuelo me dijo un poco enfadado que la tele se escuchaba, no se veía. Yo no lo entendí, si os digo la verdad. Pero como con tantas cosas, lo entendí años después. 

En Gandía nos lo pasábamos pipa mi hermana y yo, la verdad. Nos dejaban ahí nuestros padres quince días en el mes de julio y siempre teníamos muchas ganas de que llegase el momento de largarnos para allá. Era el comienzo oficial del verano y la playa. En la piscina de los apartamentos de Gandiazar IV, así se llamaba el bloque, me picó por primera y espero que última vez una avispa. En concreto, dos. Un balonazo a una colmena y todos corriendo como posesos a la piscina. En la huida desesperada del campo de batalla fui alcanzado por dos soldados del ejército enemigo.

Pero es en Gandía en el lugar en el que mi abuelo me enseñó el recuerdo más bonito que tengo de él. Veréis. No sé que estaba haciendo, puede que recogiendo la cena, porque estaba en la cocina. Y mi abuelo estaba en la ventana y me llamó. Fui hacia donde él estaba y me dijo que prestase atención. La ventana de aquella cocina daba a un campo de naranjos inmenso que se extendía durante kilómetros y kilómetros por el horizonte. No había ningún edificio en aquella vista. Al fondo, en la oscuridad de la noche, se divisaba Cullera. Pues bien. Su mano señalaba hacia Cullera. Me pidió que me fijase en el faro. En sus luces, en concreto. Y empezó a contar. Cada vez que terminaba de contar se encendía el destello del faro. Y tenía una secuencia. Del tipo: 3 segundos luz - 3 segundos luz - 8 segundos luz y vuelta a empezar. No sé qué edad podía tener, soy malísimo para ponerme a calcular ese tipo de cosas. Pero sí recuerdo, en cambio, que aquello me fascinó. Tanto, que es como si lo hubiese vivido ayer mismo.

Desde entonces, no lo puedo evitar. Sitio al que voy y tiene mar, busco los faros. Y cuando cae la noche, me dedico a ponerme a contar las secuencias de cada faro nuevo que pasa por mi vida. Tengo una libreta en la que tengo apuntadas las secuencias de los faros que he conocido. Algunas me las sé de memoria, porque son sitios que visito con frecuencia, y con otras, me dejo sorprender y las anoto. Así también comenzó mi fascinación por los faros, lugares asociados al mar, al romanticismo, a la soledad, al misterio, que han visto naufragios y vidas perdidas en sus narices, como figura simbólica a la que se encomiendan los marineros y los que no somos marineros para buscar seguridad en mares complicados.

Esos son los recuerdos que tengo de mi abuelo. Son muchos más, y si me dedico a escarbar, aún más que saldrían. Pero esos especialmente deben ser los más importantes, porque son los que me han venido a la cabeza los primeros al acordarme de él, y lo que sale primero suele ser lo más verdadero que tenemos dentro.

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