Cuando todo esto comenzó, nos preguntábamos todos qué
haríamos cuando todo esto que acababa de comenzar terminase. Reconozco que al
principio lo que me pedía el cuerpo era irme de cañas y liarme como si yo no
hubiera querido que eso sucediese hasta las ocho de la mañana en el Ocho y
Medio, por ejemplo. Pero el otro día me asomé a la ventana, vi todo el sol que
hacía, vi las calles vacías y me di cuenta de que ya sé qué será lo primero que
haga cuando esto acabe.
Quiero salir a pasear por las calles de mi Madrid. Quiero
subir Raimundo Fernández Villaverde, quedarme mirando un rato la glorieta de
Cuatro Caminos, bajar Bravo Murillo hasta llegar a Quevedo. Y de ahí a Malasaña,
y subir y bajar la Calle de La Palma, de Velarde, del Espíritu Santo, pasar por
delante de La Ardosa, ver la Plaza del Dos de Mayo. Después, al centro, pasar
por la calle Espoz y Mina, bajar por la Calle Segovia hacia mi barrio, andar
por Madrid Río y subir hasta el Templo de Debod. Me apetece pasear por muchas
calles y ver muchos lugares. Después caerían las cervezas y el liarme, pero
antes yo necesito andar la primavera por Madrid.
Salí a comprar y me puse de mala leche. Vamos a ver, nos
están repitiendo en todos lados que hay que guardar un distanciamiento social. En
la calle se cumple, incluso en la cola del supermercado se hace. Pero luego
entras ahí dentro y es el infierno, de verdad. Cierto es que no hay mucha gente,
pero la que hay no se comporta cómo creo que habría que hacerlo. Y yo no soy
nadie para dar lecciones, pero me agobié mucho. Porque veías pasillos estrechos
con ocho personas ahí. Y no solo eso, es que estás cogiendo algo de los
congelados, por poner un ejemplo, y constantemente te pasa gente por tu lado. Y
yo cuando veo que hay personas en un sitio, me voy a otro más vacío y luego
vuelvo ahí cuando esas personas hayan terminado. Y sé que es difícil para todos
y procuro tener comprensión, pero en ocasiones me puede el enfado y hago gestos
inequívocos, como dirían mis cretinos preferidos Álvaro y Nacho, para
manifestar mi incomodidad cuando alguien me pasa muy cerca.
Al volver de la compra, decido volver por el camino largo. Es
el máximo gesto de rebeldía dentro del sentido común que se me ocurre. Lo hago
porque hace un día tremendo en Madrid y quiero darme la alegría de un paseo. Cuando
llego al punto en el que tengo que girar hacia mi calle me quedo mirando la
parada del autobús. Esa parada que tanto echo de menos. Y decido pasar de mi
calle y me acerco a la parada. Miro los minutos que quedan para que pase el 27.
El 27 es el autobús que cojo para ir a trabajar al Museo del Prado, el que cojo
para ir al centro cuando he quedado. El que me lleva a la vida. Quedan ocho
minutos para que pase. Cualquier otro día me enfadaría. Pero en ese momento doy
gracias. Porque me permite pasar cuatro minutos sentado en la parada con la
ilusión de que voy a cogerlo cuando pase. Durante cuatro minutos, vivo en una
ficción en la que no he acabado de decidir si voy a trabajar o si he quedado
por ahí, no sé qué me apetece más, pero os diré una cosa: son los cuatro
mejores minutos que he vivido en estos veintiún días. ¿Por qué cuatro minutos? Porque
no quiero arriesgarme a dos cosas: que pase y sentir el impulso de subirme con
el carrito de la compra, o que pase, controlar el impulso, no subirme, pero
morirme de la pena viendo cómo se aleja recordándome absolutamente todo lo que me estoy perdiendo. A la melancolía no hay que darle demasiadas oportunidades, que se viene arriba y te hace un roto de los grandes.
El otro día se me olvidó contaros que lo que más le molesta
del coronavirus a mi abuela es que no tiene fútbol. Y a mi hermana se lo
repitió el otro día. Mi abuela ama el fútbol de una manera que no os podáis
imaginar. Es muy del Atleti, pero es de esas personas que se ve todos los
partidos, juegue o no su equipo. Siempre dice que no entiende cómo sus amigas
pueden entretenerse un domingo por la tarde sin fútbol. Y ahora
con la suspensión de las competiciones, la pobre se ha quedado sin su fútbol. Ya
no se acuerda de mucho y es gracioso porque tiene un amigo en la residencia que
le avisa de absolutamente todos los partidos. Además, él es del Madrid y se
vacilan. Bueno, él lo intenta porque es muy Inocencio Quiroga (así llama mi
abuela a las personas inocentes). Pero la realidad es que si vacilas a mi
abuela sales perdiendo, siempre.
Mi amigo Iván de Aluche me escribe y me dice que mataría por un rodolfito. Con él y con su chica, Eliana, viajamos el año pasado a Jaca y nos hicieron de guías por toda esa zona tan bonita del Pirineo Aragonés. En Jaca nos llevaron a comer rodolfitos y es de lo más rico que he comido en mi vida. Pero cuento esto por una cosa. Porque me parto de risa al leer el mensaje de Iván. Mi amigo Iván es una de las personas con las que más me puedo reír en la vida. Y al leerle, le pongo exactamente la cara, la mirada y el tono de voz con el que lo ha dicho. Y al hacerlo, me río muchísimo. Me parece importante en estos tiempos imaginarnos cómo dicen las cosas los demás, dar vida a las palabras más allá de la pantalla.
Llamaron a la puerta la otra mañana. Era un repartidor de
Amazon. Ya conté la historia en mi Instagram y no quiero ser repetitivo. Resulta
que tras publicar en redes sociales otro mensaje quejándome de no tener
armónica y lo bien que me vendría tener una para el confinamiento, alguien
decidió regalarme una y enviármela. Fueron Jaime y Marta, una pareja que
conocimos en Vietnam en el viaje de luna de miel. No tenemos una relación muy estrecha. Por eso me hizo más ilusión
aún. Creo de verdad que pequeños gestos así hacen del mundo un lugar mejor. Me
hacen más ilusión los regalos "porque sí" que los obligados en fechas
señaladas. Si alguna vez tienes dudas de tener un detalle con alguien, sea cual sea la relación que tengáis, ten ese detalle si te hace
ilusión. Por cierto, ayer me enteré de que otra persona tuvo también la
intención de regalarme una armónica. Y también alguien muy inesperado. Me hizo
la misma ilusión que si me la hubiese mandado. De no tener armónicas a casi
tener dos de repente. Pienso que algo habré hecho bien para merecerme estos
detalles, además, claro, de ser tan agotador, como diría, con toda la razón, mi padre. Gracias, Ana.
Esta semana ha tocado el ciclo de Parque Jurásico. Me da por
buscar la isla Kauai, que es en la que está rodada. Está en Hawai y se puede
visitar. Me imagino llegando allí en un hidroavión o un helicóptero y me viene
un algo. Mientras veía cada película por las tardes, disfrutaba como un niño, de
verdad. Me he dado cuenta de que el rato que dedico a ver las películas de mi
vida son los que más estoy disfrutando. Más que cuando escucho la radio, que
cuando leo, que cualquier otra cosa. Es sonar la música del comienzo y que la
realidad a mi alrededor deje de existir. Refugiarse en lo que a uno le gusta. Siempre
pongo el ejemplo de Salinger. Salinger estuvo en el Desembarco de Normandía y
en otras batallas muy duras de la II Guerra Mundial. Nunca, jamás, se separó de los primeros capítulos
de El Guardián entre el centeno que llevaba con él. Nuestras pasiones nos salvan.
Siempre.
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